Hola! Este sitio está destinado a acompañar mis mates de las 6 de la tarde (generalmente a las 6, pero el horario puede ser otro sin alterar sustancialmente el asunto), con música, reflexiones, y algún que otro comentario...en fin, lo que me parezca de alguna utilidad...







lunes, 25 de julio de 2011

La terrible sinceridad - Roberto Arlt

Me escribe un lector:
"Le ruego me conteste, muy seriamente, de qué forma debe vivir uno para ser feliz".
Estimado señor: si yo pudiera contestarle, seria o humorísticamente, de qué modo debe vivirse para ser feliz, en vez de estar pergeñando notas, sería, quizá, el hombre más rico de la tierra, vendiendo, únicamente a diez centavos, la fórmula para vivir dichoso. Ya ve qué disparate me pregunta.
Creo que hay una forma de vivir en relación con los semejantes y consigo mismo, que si no concede la felicidad, le proporciona al individuo que la practica una especie de poder mágico de dominio sobre sus semejantes: es la sinceridad.
Ser sincero con todos, y más todavía consigo mismo, aunque se perjudique. Aunque se rompa el alma contra el obstáculo. Aunque se quede solo, aislado y sangrando. Ésta no es una fórmula para vivir feliz, creo que no; pero sí lo es para tener fuerzas y examinar el contenido de la vida, cuyas apariencias nos marean y nos engañan de continuo.
No mire lo que hacen los demás. No se le importe un pepino de lo que opine el prójimo. Sea usted, usted mismo sobre todas las cosas, sobre el bien y sobre el mal, sobre el placer y sobre el dolor, sobre la vida y la muerte. Usted y usted. Nada más. Y será fuerte como un demonio entonces. Fuerte a pesar de todos y contra todos. No importe que la pena lo haga dar la cabeza contra una pared. Interróguese siempre, en el peor minuto de su vida, lo siguiente:
- ¿Soy sincero conmigo mismo?
Y si el corazón le dice que sí, y tiene que tirarse a un pozo, tírese con confianza. Siendo sincero no se va a matar. Esté seguirísimo de eso. No se va a matar, porque no se puede matar. La vida, la misteriosa vida que rige nuestra existencia, impedirá que usted se mate tirándose al pozo. La vida, providencialmente, colocará, un metro antes de que usted llegue al fondo, un clavo donde se engancharán sus ropas, y...usted se salvará.
Me dirá usted: "¿Y si los otros no comprenden que soy sincero?" ¡Qué se le importa a usted de los otros! La tierra y la vida tienen tantos caminos con alturas distintas, que nadie puede ver a más distancia de la que le dan sus ojos. Aunque suba a una montaña, no verá un centímetro más lejos de lo que le permita ver su vista. Pero, escúcheme bien: el día en que los que lo rodean se den cuenta de que usted va por un camino no trillado, pero que marcha guiado por la sinceridad, ese día lo mirarán con asombro, luego con curiosidad. Y el día en que usted, con la fuerza de su sinceridad, les demuestre cuántos poderes tiene entre sus manos, ese día serán sus esclavos espirituales, créalo.
Me dirá usted: "¿Y si me equivoco?" No tiene importancia. Uno se equivoca cuando tiene que equivocarse. Ni un minuto antes, ni un minuto después. ¿Por qué? Porque así lo ha dispuesto la vida, que es esa fuerza misteriosa. Si usted se ha equivocado sinceramente, lo perdonarán. O no lo perdonarán. Interesa poco. Usted sigue su camino. Contra viento y marea. Contra todos, si es necesario ir contra todos. Y créame, llegará un momento en que usted se sentirá más fuerte, que la vida y la muerte se convertirán en dos juguetes entre sus manos. Así, como suena. Vida. Muerte. Usted va a mirar esta taba que tiene tal reverso, y de una patada la va a tirar lejos de usted. ¿Qué se le importan los nombres, si usted, con su fuerza, está más allá de los nombres?
La sinceridad tiene un doble fondo curioso. No modifica la naturaleza intrínseca del que la practica, y sí le concede una especie de doble vista, sensibilidad curiosa, y que le permite percibir la mentira, y no sólo la mentira, sino los sentimientos del que está a su lado.
Hay una frase de Goethe, respecto de este estado, que vale un Perú. Dice:
"Tú que me has metido en este dédalo, tú me sacarás de él".
Es lo que anteriormente le decía.
La sinceridad provoca en el que la practica lealmente, una serie de fuerzas violentas. Éstas fuerzas solo se muestran cuando tiene que producirse eso de: "Tú que me has metido en este dédalo, tú me sacarás". Y si usted es sincero, va a percibir la voz de esas fuerzas. Ellas lo arrastrarán, quizá, a ejecutar actos absurdos. No importa. Usted los realiza. ¿Que se quedará sangrando? ¡Y es claro! Todo cuesta en esta tierra. La vida no regala nada, absolutamente. Todo hay que comprarlo con libras de carne y sangre.
Y de pronto descubrirá algo que no es la felicidad, sino un equivalente a ella. La emoción. La terrible emoción de jugarse la piel y la felicidad. No en el naipe, sino convirtiéndose usted en una especie de emocionado naipe humano que busca la felicidad, desesperadamente, mediante las combinaciones más extraordinarias, más inesperadas. ¿O qué se cree usted? ¿Que es uno de esos multimillonarios norteamericanos, ayer vendedores de diarios, más tarde carboneros, luego dueños de circo, y sucesivamente periodistas, vendedores de automóviles, hasta que un golpe de fortuna lo sitúa en el lugar en que inevitablemente debía estar?
Esos hombres se convirtieron en multimillonarios porque querían ser eso. Con eso sabían que realizaban la felicidad de su vida. Pero piense usted en todo lo que se jugaron para ser felices. Y mientras no se producía lo efectivo, la emoción, que derivaba de cada jugada, los hacía más fuertes. ¿Se da cuenta?
Vea amigo: hágase a base de sinceridad, y sobre esa cuerda floja o tensa, cruce el abismo de la vida, con su verdad en la mano, y va a triunfar. No hay nadie, absolutamente nadie, que pueda hacerlo caer. Y hasta los que hoy le tiran piedras, se acercarán mañana a usted para sonreírle tímidamente. Créalo amigo: un hombre sincero es tan fuerte que solo él puede reírse y apiadarse de todo.

Aguafuertes porteñas, Roberto Arlt

sábado, 4 de junio de 2011

¿Qué es la filosofía?

Para responder esta pregunta, no sería conveniente enfrentarla directamente, sino dando un par de rodeos. Recurro a esta estrategia, porque, en realidad, no creo poder satisfacer su demanda, es decir, dar una definición. Intentarlo, supondría que la filosofía es algo.  Mejor, supondría que se trata de una serie de contenidos referidos a algo, una suerte de cosa que sería lo filosófico.
Sin necesidad de ir más lejos, pareciera que la filosofía entonces es absolutamente inútil, ya que no se refiere a nada. Pero, para no adscribir precipitadamente a su carta de defunción, habría que preguntar tal vez qué es lo que hacen aquéllos que se hacen llamar filósofos.
Generalmente, los que hacen filosofía, podrían darnos varias descripciones de su labor. Algunos piensan que se trata del estudio de la verdad; o acaso el desarrollo de un enfoque con un cierto afán totalizador, que permitiría contemplar “la totalidad de las cosas”. Otros piensan que es la madre de las ciencias, que conoce objetos de una jerarquía superior (tal vez por ese mismo afán totalizador), por lo que éstas deberían ser disciplinas subordinadas a ella. Contra éstos hay los que piensan que la filosofía debería limitarse a engarzar y organizar el conocimiento de la ciencia en una estructura lógica. También están los que dicen estudiar cosas que trascienden nuestra experiencia, y por ende el tiempo. Otros dirán que se estudia la naturaleza del lenguaje, cómo funciona y cómo condiciona nuestro pensamiento imponiendo categorías. Además, quedan otros que dicen que la filosofía consiste en conocer nuestra circunstancia, nuestra existencia efectiva como hombres y seres concretos y situados en la historia.
 Y efectivamente, en gran medida, los que se denominan filósofos intentan este tipo de cosas, o relatan los diversos ensayos que se realizaron a lo largo del tiempo por conseguir estas metas. Como puede verse, y fuera de la simpatía que pueda generar uno u otro modo de hacer filosofía, no sirve de mucho preguntar por lo que los filósofos hacen, porque ellos mismos suponen la existencia de un algo que sería  lo filosófico, y como tienen diferencias sobre qué puede llegar a ser esto, hacen cosas distintas, y en algunos casos hasta niegan el status de filósofos a otros colegas.
Ahora bien, creo que hay que ahondar un poco más esta cuestión. Hasta el momento, tenemos que las preguntas por el qué es, y por el qué se hace, se muestran un tanto desviadas, o no suficientes. Por eso, creo que la pregunta que se acercaría al nervio de la cuestión (parafraseando una pregunta ya clásica en los estudios ontológicos) sería: ¿por qué hay filosofía, y no más bien nada de esto?
Sin duda, que tengamos que hacer este tipo de pregunta es un tanto extraño; ¿por qué habríamos de dudar de lo que se trata la filosofía y de por qué existe? Según las posiciones más universalmente aceptadas sobre su origen, data aproximadamente de los siglos VI o VII A.C. ¿Por qué han pasado más de veinte siglos de filosofía y seguimos tratando de establecer a lo que se refiere y de justificar su existencia? Creo que de estas preguntas podemos obtener dos conclusiones.  Como considero que sería totalmente irracional y una muestra de presunción absurda ir en contra de más de veinte siglos de reflexión sobre el tema, debemos concluir que la filosofía evidentemente existe, pero, si luego de tanto tiempo aún no podemos decir de qué se trata, tenemos que admitir que no tiene objeto alguno. ¿Cómo sería esto posible?
Pues bien, ante este panorama, no queda más que tratar de indagar por su origen, sea lo que ésta sea. Me animaría a conjeturar, en primer lugar, que la filosofía surge de un movimiento en la mente de los sujetos, que es común a la ciencia, al arte y la religión. Este movimiento consiste en ver algo que, en principio, no estaba. Surge como una distorsión de lo que se percibe, de lo que nos es dado. Se trata de una suerte de fractura con lo que se percibe como real. Entonces, el quehacer del sujeto trata de resarcir esta falla. ¿Por qué simplemente no se atiene a las cosas como están? Debemos decir entonces que estas invenciones, entre las que se encuentra la filosofía, aparecen luego de experimentar aversión por la imposibilidad de comulgar con lo que hay.
En este sentido, la ciencia, el arte, la religión y la filosofía emergen como una suerte de resistencia, que se expresa como una especie de esquizofrenia, pero, a diferencia del conocido trastorno psiquiátrico, una de índole conceptual, o de significación. Los esquizofrénicos perciben datos que los hacen creer con seguridad en la existencia de objetos que el resto de las personas no podría evidenciar, por lo que su sentido de realidad se ve modificado. Exactamente lo mismo pasa con estos inventores, solo que en el plano de los significados. Esta diferencia es muy importante, porque el plano del significado no se encuentra en las cosas del mundo, sino en sus bordes.
En un determinado momento de sus biografías, las personas que ejercen en carne propia estas disciplinas (y no tan solo son “profesores”, sino que las incorporan y las viven) comienzan a percatarse que la percepción que tienen de las cosas es diferente y no asimilable a la de todos, y esta diferencia se plasma principalmente en su discurso.
Esta aparición de nuevos planos de significación es el resultado de una búsqueda constante, un permanente análisis de lo que significan las cosas y las palabras, un movimiento que ensaya nuevas conexiones, nuevas formas de acomodar lo dado. En esto descubre nuevas estructuras de percepción (nuevas para el sujeto que experimenta), y por eso modifica su discurso. No pasa por lo que se habla, sino por cómo se lo usa para estructurar el discurso como un todo.
Esto llevaría a la conclusión de que no existen frases o proposiciones estrictamente filosóficas (ni científicas ni artísticas).
Por ejemplo, es habitual escuchar que los físicos tienen una percepción del espacio diferente, eso implica que reaccionarán de otro modo ante un mismo conjunto de proposiciones que hablen sobre el espacio si los comparamos con la gente que no está interesada en el campo. Ellos llegaron a esa percepción del espacio porque comenzaron a vivir como problemáticas ciertas proposiciones referidas a él, y pudieron imaginar a partir de ellas, comenzar a inventar a partir de ellas.
Este estado no supone necesariamente la creación de un lenguaje nuevo, sino una modificación del andamio de significado en el que se sostienen las palabras. Un aspecto bueno de todo esto, y que la diferencia de la esquizofrenia que tratan los psiquiatras, es que al darse en el plano de los significados, puede ser compartida relativamente. Digo relativa, porque el significado que dan los hablantes a las palabras se detecta en el uso que hacen de ella en la totalidad de su discurso, y aunque tenemos por un lado que el lenguaje es público, los sujetos hacen de él un uso particular que, dudosamente pueda ser estrictamente igual al de otro (debería implicar que usarían las palabras exactamente del mismo modo).
Ahora bien, sería necesario concluir entonces que estas cuatro disciplinas que mencionamos surgen como una respuesta de nuestro sistema inmunológico a lo que nos es dado, y que tienen la propiedad de ser relativamente colectivas por darse en el plano del significado. Se aleja mucho del intento por dar una definición, pues no dice absolutamente nada sobre ellas y cómo intentan hacer lo que hacen.
Todo este razonamiento, sin embargo, tiene otro gran defecto. Siguiéndolo estrictamente, deberíamos borrar toda posible barrera entre la ciencia, la religión, el arte y la filosofía. El hecho de que existan como palabras distintas, es suficiente para hacer sospechar a cualquiera que esta tesis se trata lisa y llanamente de un error. Sin embargo, los acusadores seguramente argüirían que se abocan a objetos distintos. Pero aquí se partió de evadir la pregunta por lo filosófico como un objeto. Esta pregunta debería ampliarse a su vez, y preguntar por lo científico, lo religioso y lo artístico. Tal vez esta propuesta descansa en un andamio de significado diferente al acostumbrado. 
Sin embargo, esta excusa no convence del todo. Aunque se hayan removido o trastocado algunos supuestos en lo que suele relacionar a estas disciplinas, es una conclusión demasiado precipitada derribar las barreras que intuitivamente las han separado.
Para apoyar lo que se vino diciendo, remito a las biografías de las grandes personalidades que se han desenvuelto en ellas, donde, al menos, por lo que yo pude dar cuenta, todos estos planos se encuentran entrelazados formando un solo cuadro, y extirpar alguno de ellos obedeciendo a la lógica que los divide por sus objetos, no significaría otra cosa más que una violencia. Seguramente, las relaciones entre éstos ámbitos son de otra índole de la que suele pensarse.

viernes, 13 de mayo de 2011

Cartas a un joven poeta - Rainer Maria von Rilke

 "¿Cómo habríamos de olvidar esos antiguos mitos que están en el comienzo de todos los pueblos, los mitos de los dragones que, en el momento supremo, se transforman en princesas? Quizás todos los dragones de nuestra vida son princesas que esperan sólo eso, vernos una vez hermosos y valientes. Quizás todo lo espantoso, en su más profunda base, es lo inerme, lo que quiere auxilio de nosotros"

Rainer Maria von Rilke, Cartas a un joven poeta

Justine, El cuarteto de Alejandría - Lawrence Durrell

"Por medio del arte logramos una feliz transacción con todo lo que nos hiere o vence en la vida cotidiana, no para escapar al destino, como trata de hacerlo el hombre ordinario, sino para cumplirlo en todas sus posibilidades: las imaginarias"
Lawrence Durrell, Justine, El cuarteto de Alejandría

sábado, 7 de mayo de 2011

Crítica del Juicio - Immanuel Kant

"Bastarse a sí mismo y, por lo tanto, no necesitar sociedad, sin ser, sin embargo insociable, es decir, sin huirla, es algo que se acerca a lo sublime como toda victoria sobre las necesidades" 
Immanuel Kant, Crítica del Juicio

sábado, 30 de abril de 2011

Ernesto Sábato

Tal vez a nuestra muerte el alma emigre:
a una hormiga,
a un árbol,
a un tigre de bengala;
mientras nuestro cuerpo se disgrega
entre gusanos
y se filtra en la tierra sin memoria,
para ascender luego por los tallos y las hojas,
y convertirse en heliotropo o yuyo,
y después en alimento del ganado,
y así en sangre anónima y zoológica,
en esqueleto,
en excremento.

Tal vez le toque un destino más horrendo
en el cuerpo de un niño
que un día hará poemas o novelas,
y que en sus oscuras angustias
(sin saberlo)
purgara sus antiguos pecados de guerrero o criminal,
o revivirá pavores,
el temor de una gacela,
la asquerosa fealdad de comadreja,
su turbia condición de feto, cíclope o lagarto,
su fama de prostituta o pitonisa,
sus remotas soledades,
sus olvidadas cobardías y traiciones.

Ernésto Sábato

viernes, 29 de abril de 2011

Eloisa to Abelard - Alexander Pope (fragmento)

  How happy is the blameless vestal’s lot!
  The world forgetting, by the world forgot.
  Eternal sunshine of the spotless mind!
  Each pray’r accepted, and each wish resign’d.


Alexander Pope, Eloisa to Abelard
 Traducido queda algo como ésto:

  “Qué gozosa es la virginal suerte del inocente
  olvidando el mundo por el mundo olvidado.
  Eterno resplandor de una mente sin recuerdos
  por cada plegaria aceptada, cada deseo abandonado”


 
Es el fragmento que da nombre a la película "Eterno resplandor de una mente sin recuerdos", con Jim Carrey y Kate Winslet, dirigida por Michel Gondry

Del Humor - Samuel Schkolnik

Del Humor

Lo que llamamos realidad se halla aureolado de lo que, sin ser real, constituye algo así como su atmósfera. En esa región se encuentra lo posible, sin ser empero un hecho; lo que no puede ser señalado con el dedo por ser abstracto, o futuro, o pasado, y sólo puede entonces captarse mediante una representación; lo que no sólo no está dado, sino que es exactamente lo contrario de lo dado, pero por eso mismo configura una evocación inevitable; lo que, en una palabra, sin ser real, es "casi" real.
Nótese que "casi" real no se reduce a la pura irrealidad: un círculo cuadrado, una montaña infinita o un hombre inmortal no cuentan en su ámbito. Éste, sin bien "irreal", es fronterizo de la realidad. Y como la comprensión de toda la realidad exige la percepción de sus límites, cabe afirmar que sólo comprende los hechos quien es capaz de aprehender ese medio amniótico de "no hechos" en que aquéllos se bañan.
La ciencia, la filosofía, la literatura de ficción, la poesía, son capaces de iluminar la realidad precisamente porque tienden a ir más allá de los hechos crudos, por su aptitud de sumirse en esas aguas nutricias de las que las puras cosas emergen, aquí y allá, como cristalizaciones.
Pues bien, el humor -aunque ello no siempre resulte evidente- pertenece a la familia de aquellas ilustres actividades del espíritu, productoras todas de alguna clase de teoría de la realidad.
El motivo que impide percibir ese parentesco es que el humor forma parte de todo aquello que, en los negocios ordinarios de la vida, "no va en serio", pero de buenas a primeras lo humorístico no ha de tomarse literalmente; su letra no es la de la prosa en que se componen los asuntos corrientes de las personas. Un contrato no se redacta ni se firma en broma, no es un chiste pagar impuestos ni cumplir horarios. Por otra parte, es arduo avistar una semejanza entre el humor y unos menesteres que, como la filosofía, la ciencia, y la poesía, comercian sin conflicto en registros del espíritu de los que lo humorístico se halla por completo excluido, a saber: la solemnidad, el duelo, la melancolía. Cuando se celebra misa, cuando se entona el himno nacional, cuando se comunica un pésame, conviene abstenerse del humor.
¿Por qué nos empeñamos en sostener, entonces, que el humor es pariente de aquellos oficios "teóricos"? Pues porque creemos poder identificar el modo en que la mirada humorística aprehende la realidad y, si no erramos en nuestra creencia, resultará que ese modo es análogo al de aquellas actividades "serias", aunque -como esperamos mostrar- lo es en sentido contrario.
En efecto, hemos dicho que las cosas reales se hallan como suspendidas en un medio de "no cosas", o de cosas virtuales, que ejercen una gravitación sin la cual la realidad no podría ser comprendida. Esa gravitación obra de dos sentidos: por una parte, atrae a las cosas hacia un ser más que lo que son, las impulsa hacia la unión con otras mediante la que agrandarían su entidad; por otra parte, retrae las cosas hacia un ser menos que lo que son, las disuelve en sus componentes de menor valía. He aquí que de alguien que no conocemos nos dicen que es abogado; podemos entender que es un profesional de las leyes y por ende de justicia, una persona habilitada para llegar a ser nada menos que juez. Pero también podemos entender que es un diestro en expedientes tribunalicios, acaso un picapleitos no ajeno a vaya uno a saber qué manejos. La primera perspectiva exalta el rasgo percibido vinculándolo con los valores superiores mediante los cuales los portadores de ese rasgo definen su propia realidad; nos dicta locuciones como: "El letrado Juan Ramírez, doctor en leyes". La segunda perspectiva mengua los quilates del rasgo percibido, alumbrando sus aspectos turbios y arruinando sus pretensiones de grandeza; nos dicta frases ingeniosas como: "El letrado Juan Ramírez, abogado pero honesto". En cuando a la realidad misma, es seguro que se halla en algún punto comprendido entre las posibilidades extremas que captan una y otra manera de mirar.
El ejemplo dado es generalizable a todos los asuntos humanos, los únicos que constituyen la materia del humor. (Como se sabe, cuando éste parece versar de la naturaleza, a la manera de las fábulas, se trata de una adjudicación de atributos humanos a los animales o a las plantas).
Ahora bien, mientras la ciencia y la filosofía comprenden la realidad desde su concepto, esto es, otorgándole el crédito necesario para elevarse al orden abstracto de las definiciones (que las cosas, de hecho, nunca alcanzan), y mientras la poesía va más lejos aún, para expresar el anhelo de universo que late en el alma de los objetos, el humor en cambio delata lo humilde de su condición, lo ridículo de una solicitud de crédito presentada por lo que es tan poca cosa.
Así, la antropología o la sociología, definiendo el matrimonio, dirán algo como: "Institución que regula la actividad sexual de los individuos, estabilizándola en vista de la reproducción de la especie y de la socialización de la progenie"; "nupcias perennes de los cuerpos y las almas", dirá la poesía; "helado sepulcro de la pasión", comentará el humor.
Éste, en suma, pertenece al género de las actitudes que contemplan los hechos desde cierta distancia; su gesto fundamental es "teórico", pero en vez de observar hacia arriba observa hacia abajo, donde aparece la diferencia entre lo que las cosas son y lo que afectan ser; donde las cosas, en fin, muestran su hilacha. La súbita percepción de la hilacha de las cosas es lo que dispara la carcajada, o la risa, o la sonrisa, según la calidad de la mirada humorística.
Porque es claro que las formas del humor configuran una escala, en cuyos peldaños inferiores hallamos la mera burla, la comicidad de bufón, mientras que en los grados superiores nos las habemos con la ironía que capta verdades sutiles y profundas, y que no carece de un matiz de compasión, o de simpatía, para con aquello que le mueve a sonreír.
Si lo que llevamos dicho es verdad, se comprenderá fácilmente porqué el humor ha sido siempre uno de los medios más eficaces para poner en tela de juicio cualquier orden social o político. Puesto que su mirada es intrínsecamente crítica, bastará con que se dirija a un sistema de costumbres, o de valores, o de poderes, para que se reduzca al absurdo la justificación que de sí mismos dan tales regímenes. La más disolvente crítica de las ideologías es, por eso, la que recurre al sentido del humor. Recíprocamente, donde éste termina, "comienza el campo de concentración", según aseveraba E. Ionesco.
¿Por qué, sin embargo -salvo el caso de despotismo absoluto o de estupidez extrema- el humor es tolerado, y aun requerido? Pues porque, a diferencia de otras actitudes críticas, como la del grave filósofo que nos endilga sermones sobre los males del mundo, hay en el humor un aire de levedad -de gracia, precisamente- que suscita inmediatos efectos terapéuticos. Los trabajos que forzosamente sobrellevamos por causa de los conflictos inherentes a los vínculos que nos ligan con nosotros mismos y con los demás, hallan alivio en el gesto o en el dicho que declara esas contradicciones, y al declararlas, nos las pone fuera, como si nos purgara de ellas. Y, puestas a distancia, no nos pesan ya con la fuerza del drama ni nos hieren con el filo de la tragedia. Lenitivo y analgésico del espíritu, el humor es un artículo de primera necesidad.
Sus propiedades higiénicas pueden verificarse sencillamente en ocasión de la política y de los velorios, circunstancias que -de no mediar la faena de los humoristas -sólo serían fuente de tribulaciones.
La República Argentina ha sido pródiga en la generación de excelentes profesionales del humor, tal vez en virtud del cuasi teorema según el cual la calidad de los humoristas de una nación varía en razón inversa de la de sus gobernantes. (Un caso límite es el que se presenta cuando los gobernantes resultan ser los peores posibles; en ese caso los extremos se tocan, los gobernantes se constituyen ipso facto en los mejores humoristas, y no hay muestras de humor más meritorias que la sola repetición de sus dichos).

Samuel Schkolnik, Parker 51 

domingo, 10 de abril de 2011

Álvaro de Campos

En la noche terrible, sustancia natural de todas las
             noches,
En la noche de insomnio, sustancia natural de todas mis
             noches,
Recuerdo, velando en modorra incómoda,
recuerdo lo que hice y lo que podría haber echo en la
             vida.
Recuerdo, y una angustia
se derrama por mí como un frío del cuerpo o un miedo.
Lo irreparable de mi pasado: ¡ése es el cadáver!
Todos los otros cadáveres quizás sean ilusiones.
Todos los muertos quizás estén vivos en otra parte.
Todos mis propios momentos pasados quizá existan por
             ahí,
en la ilusión del espacio y del tiempo,
en la falsedad del devenir.
Pero lo que yo no fuí, lo que yo no hice, lo que ni
            siquiera soñé;
Lo que sólo ahora veo que debería haber hecho,
lo que sólo ahora claramente veo que debería haber
            sido...
Es lo que está muerto más allá de todos los Dioses,
eso -y fue al fín lo mejor de mí- es lo que ni los
            Dioses hacen vivir...

Si a cierta altura
hubiese doblado a la izquierda en lugar de hacia la
            derecha.
Si a cierta altura
hubiese dicho sí en lugar de no, o no en lugar de sí.
Si en cierta conversación
hubiese tenido las frases que sólo ahora, en el
            entresueño, elaboro...
Si todo eso hubiese sido así,
sería otro hoy, y tal vez el universo entero
sería llevado insensiblemente a ser otro también.

Pero no doblé hacia el lado irreparablemente perdido,
no doblé, ni pensé en doblar, y sólo ahora lo percibo.
Pero no dije no o no dije sí, y sólo ahora veo lo que no
             dije.
Pero las frases que faltó decir en ese momento me
             surgen todas,
claras, inevitables, naturales,
la conversación cerrada concluyente,
la materia toda resuelta...
Pero sólo ahora, lo que no fué, ni será hacia atrás, me
             duele.

Lo que de veras fallè no tiene ninguna esperanza
en ningún sistema metafísico.
Puede ser que para otro mundo pueda llevar lo que
             soñé,
¿Pero podré llevar para otro mundo lo que me olvidé de
             soñar?
Esos sí, los sueños por tener, son el cadáver.
Lo entierro en mi corazón para siempre, para todo el
             tiempo, para todos los universos.

En esta noche donde no duermo, y el sosiego me cerca
como una verdad de la que no participo,
y allá fuera la luna, como la esperanza que no tengo, es
             invisible para mí.


Álvaro de Campos (Fernando Pessoa)

jueves, 31 de marzo de 2011

Escritos - Manuel Ferreira

II

Una tarde gris,
como últimamente las han sido todas.
Afuera, el perenne trajín de la calle
ciego, inconcluso, indefinido.
Adentro, el perenne trajín de recuerdos
vanos, nostálgicos.
Ha nacido una lágrima!
Saborea mi mejilla
como alguna vez tus dedos,
saborea mis labios,
como alguna vez los tuyos,
cae rotundamente,
junto a los veranos que pasé inventando tus besos,
a las noches que le hablaba en sueños a tu alma,
las jornadas que pasé aprendiéndote
para el tiempo en que llegaras.
No te dije que me ames,
no se si lo quería.
Solo tus pies
enroscados en la sábana,
el cenicero en la mesa de luz,
las pantuflas al pie de la cama,
esos ojos verdes,
tu cintura dibujando curvas,
tu silencio.
Ha nacido una lágrima de mis entrañas,
y ésta ha de quedarse.

  
Manuel Ferreira, Escritos 

Escritos - Manuel Ferreira

I
Solo los niños.
Desde el banco de la plaza,
bajo los tonos,
primogénitos del crepúsculo,
las palomas se alejan,
yerguen sus alas,
indiferentes.
Ella las ve, y vuela (él no).
No distingue aún
lo sido y lo visto.

Ella vuela,
él, desde el banco de la plaza
respira hondo,
y la pena se asienta, lentamente
sobre el sueño fruncido.

Ella, con ternura,
sin decir nada
lo mira (desde el aire)
lo abraza (con la brisa)
lo abarca (con su aroma fresco)
lo inunda (con su amor).

Él la necesita,
para respirar, por fin,
puro,
ella, mientras pueda,
será la Musa
que lo hará recordar,
que se puede volar con las palomas,
que se puede aún querer,
y abrazar, y abarcar todo
como el viento.

Manuel Ferreira, Escritos
  

jueves, 24 de marzo de 2011

Final - Juan Gelman

La poesía no es un pájaro.
                                        Y es.
No es un pulmón, el aire, mi camisa,
no, nada de eso. Y todo eso.
                                            Sí.
He roto un violín contra el crepúsculo
para ver qué pasaba,
me fui a la piedra y pregunté qué pasa.
Pero no. Pero no.
                           Aún no.
¿Me olvidé acaso del pañuelo aquel
donde gira en silencio un vals antiguo?
No lo olvidé, miradme la mejilla
y os daréis cuenta, no, no lo olvidé.
¿Me olvidé del caballo de madera?
Tocadme el niño y me diréis que no.
¿Y entonces, qué?
                             La poesía es una manera de vivir.
Mira a la gente que hay a tu costado.
¿Ama? ¿Sufre? ¿Canta? ¿Llora?
Ayúdala a luchar por sus manos, sus ojos, su boca,
por el beso para besar y el beso para regalar,
por su mesa, su cama, su pan, su letra a y su letra h,
por su pasado -¿acaso no fueron niños?-
por su porvenir - ¿acaso no serán niños?-
por su presente, por el trozo de paz, de historia
y de dicha que le toca
por el pedazo de amor grande, chico, triste, alegre,
que le toca, por todo lo que le toca y se le arrebata
en nombre de qué, de qué?
Tu vida entonces será un río innumerable que se llamará
pedro, juan, ana, maría, pájaro, pulmón, el aire, mi camisa,
violín, crepúsculo, piedra, pañuelo aquél, vals antiguo,
caballo de madera.
       La poesía es esto.
                                   Y luego escríbelo.

 Juan Gelman, Violín y otras cuestiones (1956)

lunes, 14 de marzo de 2011

El cuidador de rebaños - Alberto Caeiro

                    XXXI

Si digo a veces que las flores sonríen
Y si dijese que los ríos cantan,
No es porque yo crea que hay una sonrisa en las flores
Y canciones en el curso de los ríos...
Es porque así hago sentir más a los hombres falsos
La existencia verdaderamente real de las flores y los ríos.

Porque escribo para que ellos lean, me sacrifico a veces
A su estupidez de sentidos...
No estoy de acuerdo conmigo pero me absuelvo,
Porque solo soy esa cosa seria, un intérprete de la
                   Naturaleza,
Porque hay hombres que no perciben su lenguaje,
Porque ella no es ningún lenguaje.

 Alberto Caeiro (Fernando Pessoa), El cuidador de rebaños

lunes, 21 de febrero de 2011

Los Lanzallamas - Roberto Artl

"Si Dios no existe, hay que guardar el secreto. ¿Qué sería de la tierra si los hombres supieran que Dios no existe? Nosotros no tenemos derecho a pensarlo"

Roberto Artl, Los Lanzallamas

miércoles, 9 de febrero de 2011

Buenas teorías - Michelangelo Bovero

"Buenas teorías no son solamente aquellas que siguen la realidad en su camino más o menos caótico, buscando descifrar sumas de efectos no deseados y leer en filigrana los movimientos de la historia: sino son también, y quizás sobre todo, las que anticipan la realidad, buscando proporcionar criterios de evaluación y orientar los comportamientos para dar a ellos dignidad de proyectos conscientes y racionales."

Michelangelo Bovero, Lugares clásicos y perspectivas contemporáneas sobre política y poder

jueves, 3 de febrero de 2011

El artista del hambre - Franz Kafka

En los últimos decenios, el interés por los ayunadores ha disminuido muchísimo. Antes era un buen negocio organizar grandes exhibiciones de este género como espectáculo independiente, cosa que hoy, en cambio, es imposible del todo. Eran otros los tiempos. Entonces, toda la ciudad se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno; todos querían verlo siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba quien se estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador; había, además, exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era realzado por medio de antorchas; en los días buenos, se sacaba la jaula al aire libre, y era entonces cuando les mostraban el ayunador a los niños. Para los adultos aquello solía no ser más que una broma, en la que tomaban parte medio por moda; pero los niños, cogidos de las manos por prudencia, miraban asombrados y boquiabiertos a aquel hombre pálido, con camiseta oscura, de costillas salientes, que, desdeñando un asiento, permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a veces, cortésmente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le dirigían o sacaba, quizá, un brazo por entre los hierros para hacer notar su delgadez, y volvía después a sumirse en su propio interior, sin preocuparse de nadie ni de nada, ni siquiera de la marcha del reloj, para él tan importante, única pieza de mobiliario que se veía en su jaula. Entonces se quedaba mirando al vacío, delante de sí, con ojos semicerrados, y sólo de cuando en cuando bebía en un diminuto vaso un sorbito de agua para humedecerse los labios.
Aparte de los espectadores que sin cesar se renovaban, había allí vigilantes permanentes, designados por el público (los cuales, y no deja de ser curioso, solían ser carniceros); siempre debían estar tres al mismo tiempo, y tenían la misión de observar día y noche al ayunador para evitar que, por cualquier recóndito método, pudiera tomar alimento. Pero esto era sólo una formalidad introducida para tranquilidad de las masas, pues los iniciados sabían muy bien que el ayunador, durante el tiempo del ayuno, en ninguna circunstancia, ni aun a la fuerza, tomaría la más mínima porción de alimento; el honor de su profesión se lo prohibía.
A la verdad, no todos los vigilantes eran capaces de comprender tal cosa; muchas veces había grupos de vigilantes nocturnos que ejercían su vigilancia muy débilmente, se juntaban adrede en cualquier rincón y allí se sumían en los lances de un juego de cartas con la manifiesta intención de otorgar al ayunador un pequeño respiro, durante el cual, a su modo de ver, podría sacar secretas provisiones, no se sabía de dónde. Nada atormentaba tanto al ayunador como tales vigilantes; lo atribulaban; le hacían espantosamente difícil su ayuno. A veces, sobreponíase a su debilidad y cantaba durante todo el tiempo que duraba aquella guardia, mientras le quedase aliento, para mostrar a aquellas gentes la injusticia de sus sospechas. Pero de poco le servía, porque entonces se admiraban de su habilidad que hasta le permitía comer mientras cantaba.
Muy preferibles eran, para él, los vigilantes que se pegaban a las rejas, y que, no contentándose con la turbia iluminación nocturna de la sala, le lanzaban a cada momento el rayo de las lámparas eléctricas de bolsillo que ponía a su disposición el empresario. La luz cruda no lo molestaba; en general no llegaba a dormir, pero quedar traspuesto un poco podía hacerlo con cualquier luz, a cualquier hora y hasta con la sala llena de una estrepitosa muchedumbre. Estaba siempre dispuesto a pasar toda la noche en vela con tales vigilantes; estaba dispuesto a bromear con ellos, a contarles historias de su vida vagabunda y a oír, en cambio, las suyas, sólo para mantenerse despierto, para poder mostrarles de nuevo que no tenía en la jaula nada comestible y que soportaba el hambre como no podría hacerlo ninguno de ellos. Pero cuando se sentía más dichoso era al llegar la mañana, y por su cuenta les era servido a los vigilantes un abundante desayuno, sobre el cual se arrojaban con el apetito de hombres robustos que han pasado una noche de trabajosa vigilia. Cierto que no faltaban gentes que quisieran ver en este desayuno un grosero soborno de los vigilantes, pero la cosa seguía haciéndose, y si se les preguntaba si querían tomar a su cargo, sin desayuno, la guardia nocturna, no renunciaban a él, pero conservaban siempre sus sospechas.
Pero éstas pertenecían ya a las sospechas inherentes a la profesión del ayunador. Nadie estaba en situación de poder pasar, ininterrumpidamente, días y noches como vigilante junto al ayunador; nadie, por tanto, podía saber por experiencia propia si realmente había ayunado sin interrupción y sin falta; sólo el ayunador podía saberlo, ya que él era, al mismo tiempo, un espectador de su hambre completamente satisfecho. Aunque, por otro motivo, tampoco lo estaba nunca. Acaso no era el ayuno la causa de su enflaquecimiento, tan atroz que muchos, con gran pena suya, tenían que abstenerse de frecuentar las exhibiciones por no poder sufrir su vista; tal vez su esquelética delgadez procedía de su descontento consigo mismo. Sólo él sabía -sólo él y ninguno de sus adeptos- qué fácil cosa era el suyo. Era la cosa más fácil del mundo. Verdad que no lo ocultaba, pero no le creían; en el caso más favorable, lo tomaban por modesto, pero, en general, lo juzgaban un reclamista, o un vil farsante para quien el ayuno era cosa fácil porque sabía la manera de hacerlo fácil y que tenía, además, el cinismo de dejarlo entrever. Había de aguantar todo esto, y, en el curso de los años, ya se había acostumbrado a ello; pero, en su interior, siempre le recomía este descontento y ni una sola vez, al fin de su ayuno -esta justicia había que hacérsela-, había abandonado su jaula voluntariamente.
El empresario había fijado cuarenta días como el plazo máximo de ayuno, más allá del cual no le permitía ayunar ni siquiera en las capitales de primer orden. Y no dejaba de tener sus buenas razones para ello. Según le había enseñado su experiencia, durante cuarenta días, valiéndose de toda suerte de anuncios que fueran concentrando el interés, podía quizá aguijonearse progresivamente la curiosidad de un pueblo; mas pasado este plazo, el público se negaba a visitarle, disminuía el crédito de que gozaba el artista del hambre. Claro que en este punto podían observarse pequeñas diferencias según las ciudades y las naciones; pero, por regla general, los cuarenta días eran el período de ayuno más dilatado posible. Por esta razón, a los cuarenta días era abierta la puerta de la jaula, ornada con una guirnalda de flores; un público entusiasmado llenaba el anfiteatro; sonaban los acordes de una banda militar, dos médicos entraban en la jaula para medir al ayunador, según normas científicas, y el resultado de la medición se anunciaba a la sala por medio de un altavoz; por último, dos señoritas, felices de haber sido elegidas para desempeñar aquel papel mediante sorteo, llegaban a la jaula y pretendían sacar de ella al ayunador y hacerle bajar un par de peldaños para conducirle ante una mesilla en la que estaba servida una comidita de enfermo cuidadosamente escogida. Y en este momento, el ayunador siempre se resistía.
Cierto que colocaba voluntariamente sus huesudos brazos en las manos que las dos damas, inclinadas sobre él, le tendían dispuestas a auxiliarle, pero no quería levantarse. ¿Por qué suspender el ayuno precisamente entonces, a los cuarenta días? Podía resistir aún mucho tiempo más, un tiempo ilimitado; ¿por qué cesar entonces, cuando estaba en lo mejor del ayuno? ¿Por qué arrebatarle la gloria de seguir ayunando, y no sólo la de llegar a ser el mayor ayunador de todos los tiempos, cosa que probablemente ya lo era, sino también la de sobrepujarse a sí mismo hasta lo inconcebible, pues no sentía límite alguno a su capacidad de ayunar? ¿Por qué aquella gente que fingía admirarlo tenía tan poca paciencia con él? Si aún podía seguir ayunando, ¿por qué no querían permitírselo? Además, estaba cansado, se hallaba muy a gusto tendido en la paja, y ahora tenía que ponerse en pie cuan largo era, y acercarse a una comida, cuando con sólo pensar en ella sentía náuseas que contenía difícilmente por respeto a las damas. Y alzaba la vista para mirar los ojos de las señoritas, en apariencia tan amables, en realidad tan crueles, y movía después negativamente, sobre su débil cuello, la cabeza, que le pesaba como si fuese de plomo. Pero entonces ocurría lo de siempre; ocurría que se acercaba el empresario silenciosamente -con la música no se podía hablar-, alzaba los brazos sobre el ayunador, como si invitara al cielo a contemplar el estado en que se encontraba, sobre el montón de paja, aquel mártir digno de compasión, cosa que el pobre hombre, aunque en otro sentido, lo era; agarraba al ayunador por la sutil cintura, tomando al hacerlo exageradas precauciones, como si quisiera hacer creer que tenía entre las manos algo tan quebradizo como el vidrio; y, no sin darle una disimulada sacudida, en forma que al ayunador, sin poderlo remediar, se le iban a un lado y otro las piernas y el tronco, se lo entregaba a las damas, que se habían puesto entretanto mortalmente pálidas.
Entonces el ayunador sufría todos sus males: la cabeza le caía sobre el pecho, como si le diera vueltas, y, sin saber cómo, hubiera quedado en aquella postura; el cuerpo estaba como vacío; las piernas, en su afán de mantenerse en pie, apretaban sus rodillas una contra otra; los pies rascaban el suelo como si no fuera el verdadero y buscaran a éste bajo aquél; y todo el peso del cuerpo, por lo demás muy leve, caía sobre una de las damas, la cual, buscando auxilio, con cortado aliento -jamás se hubiera imaginado de este modo aquella misión honorífica-, alargaba todo lo posible su cuello para librar siquiera su rostro del contacto con el ayunador. Pero después, como no lo lograba, y su compañera, más feliz que ella, no venía en su ayuda, sino que se limitaba a llevar entre las suyas, temblorosas, el pequeño haz de huesos de la mano del ayunador, la portadora, en medio de las divertidas carcajadas de toda la sala, rompía a llorar y tenía que ser librada de su carga por un criado, de largo tiempo atrás preparado para ello.
Después venía la comida, en la cual el empresario, en el semisueño del desenjaulado, más parecido a un desmayo que a un sueño, le hacía tragar alguna cosa, en medio de una divertida charla con que apartaba la atención de los espectadores del estado en que se hallaba el ayunador. Después venía un brindis dirigido al público, que el empresario fingía dictado por el ayunador; la orquesta recalcaba todo con un gran trompeteo, marchábase el público y nadie quedaba descontento de lo que había visto, nadie, salvo el ayunador, el artista del hambre; nadie, excepto él.
Vivió así muchos años, cortados por periódicos descansos, respetado por el mundo, en una situación de aparente esplendor; mas, no obstante, casi siempre estaba de un humor melancólico, que se acentuaba cada vez más, ya que no había nadie que supiera tomarlo en serio. ¿ Con qué, además, podrían consolarle? ¿Qué más podía apetecer? Y si alguna vez surgía alguien, de piadoso ánimo, que lo compadecía y quería hacerle comprender que, probablemente, su tristeza procedía del hambre, bien podía ocurrir, sobre todo si estaba ya muy avanzado el ayuno, que el ayunador le respondiera con una explosión de furia, y, con espanto de todos, comenzaba a sacudir como una fiera los hierros de la jaula. Mas para tales cosas tenía el empresario un castigo que le gustaba emplear. Disculpaba al ayunador ante el congregado público; añadía que sólo la irritabilidad provocada por el hambre, irritabilidad incomprensible en hombres bien alimentados, podía hacer disculpable la conducta del ayunador. Después, tratando de este tema, para explicarlo pasaba a rebatir la afirmación del ayunador de que le era posible ayunar mucho más tiempo del que ayunaba; alababa la noble ambición, la buena voluntad, el gran olvido de sí mismo, que claramente se revelaban en esta afirmación; pero en seguida procuraba echarla abajo sólo con mostrar unas fotografías, que eran vendidas al mismo tiempo, pues en el retrato se veía al ayunador en la cama, casi muerto de inanición, a los cuarenta días de su ayuno. Todo esto lo sabía muy bien el ayunador, pero era cada vez más intolerable para él aquella enervante deformación de la verdad. ¡Presentábase allí como causa lo que sólo era consecuencia de la precoz terminación del ayuno! Era imposible luchar contra aquella incomprensión, contra aquel universo de estulticia. Lleno de buena fe, escuchaba ansiosamente desde su reja las palabras del empresario; pero al aparecer las fotografías, soltábase siempre de la reja, y, sollozando, volvía a dejarse caer en la paja. El ya calmado público podía acercarse otra vez a la jaula y examinarlo a su sabor.
Unos años más tarde, si los testigos de tales escenas volvían a acordarse de ellas, notaban que se habían hecho incomprensibles hasta para ellos mismos. Es que mientras tanto se había operado el famoso cambio; sobrevino casi de repente; debía haber razones profundas para ello; pero ¿quién es capaz de hallarlas?
El caso es que cierto día, el tan mimado artista del hambre se vio abandonado por la muchedumbre ansiosa de diversiones, que prefería otros espectáculos. El empresario recorrió otra vez con él media Europa, para ver si en algún sitio hallarían aún el antiguo interés. Todo en vano: como por obra de un pacto, había nacido al mismo tiempo, en todas partes, una repulsión hacia el espectáculo del hambre. Claro que, en realidad, este fenómeno no podía haberse dado así, de repente, y, meditabundos y compungidos, recordaban ahora muchas cosas que en el tiempo de la embriaguez del triunfo no habían considerado suficientemente, presagios no atendidos como merecían serlo. Pero ahora era demasiado tarde para intentar algo en contra. Cierto que era indudable que alguna vez volvería a presentarse la época de los ayunadores; pero para los ahora vivientes, eso no era consuelo. ¿Qué debía hacer, pues, el ayunador? Aquel que había sido aclamado por las multitudes, no podía mostrarse en barracas por las ferias rurales; y para adoptar otro oficio, no sólo era el ayunador demasiado viejo, sino que estaba fanáticamente enamorado del hambre. Por tanto, se despidió del empresario, compañero de una carrera incomparable, y se hizo contratar en un gran circo, sin examinar siquiera las condiciones del contrato.
Un gran circo, con su infinidad de hombres, animales y aparatos que sin cesar se sustituyen y se complementan unos a otros, puede, en cualquier momento, utilizar a cualquier artista, aunque sea a un ayunador, si sus pretensiones son modestas, naturalmente. Además, en este caso especial, no era sólo el mismo ayunador quien era contratado, sino su antiguo y famoso nombre; y ni siquiera se podía decir, dada la singularidad de su arte, que, como al crecer la edad mengua la capacidad, un artista veterano, que ya no está en la cumbre de su poder, trata de refugiarse en un tranquilo puesto de circo; al contrario, el ayunador aseguraba, y era plenamente creíble, que lo mismo podía ayunar entonces que antes, y hasta aseguraba que si lo dejaban hacer su voluntad, cosa que al momento le prometieron, sería aquella la vez en que había de llenar al mundo de justa admiración; afirmación que provocaba una sonrisa en las gentes del oficio, que conocían el espíritu de los tiempos, del cual, en su entusiasmo, habíase olvidado el ayunador.
Mas, allá en su fondo, el ayunador no dejó de hacerse cargo de las circunstancias, y aceptó sin dificultad que no fuera colocada su jaula en el centro de la pista, como número sobresaliente, sino que se la dejara fuera, cerca de las cuadras, sitio, por lo demás, bastante concurrido. Grandes carteles, de colores chillones, rodeaban la jaula y anunciaban lo que había que admirar en ella. En los intermedios del espectáculo, cuando el público se dirigía hacia las cuadras para ver los animales, era casi inevitable que pasaran por delante del ayunador y se detuvieran allí un momento; acaso habrían permanecido más tiempo junto a él si no hicieran imposible una contemplación más larga y tranquila los empujones de los que venían detrás por el estrecho corredor, y que no comprendían que se hiciera aquella parada en el camino de las interesantes cuadras.
Por este motivo, el ayunador temía aquella hora de visitas, que, por otra parte, anhelaba como el objeto de su vida. En los primeros tiempos apenas había tenido paciencia para esperar el momento del intermedio; había contemplado, con entusiasmo, la muchedumbre que se extendía y venia hacia él, hasta que muy pronto -ni la más obstinada y casi consciente voluntad de engañarse a sí mismo se salvaba de aquella experiencia- tuvo que convencerse de que la mayor parte de aquella gente, sin excepción, no traía otro propósito que el de visitar las cuadras. Y siempre era lo mejor el ver aquella masa, así, desde lejos. Porque cuando llegaban junto a su jaula, en seguida lo aturdían los gritos e insultos de los dos partidos que inmediatamente se formaban: el de los que querían verlo cómodamente (y bien pronto llegó a ser este bando el que más apenaba al ayunador, porque se paraban, no porque les interesara lo que tenían ante los ojos, sino por llevar la contraria y fastidiar a los otros) y el de los que sólo apetecían llegar lo antes posible a las cuadras. Una vez que había pasado el gran tropel, venían los rezagados, y también éstos, en vez de quedarse mirándolo cuanto tiempo les apeteciera, pues ya era cosa no impedida por nadie, pasaban de prisa, a paso largo, apenas concediéndole una mirada de reojo, para llegar con tiempo de ver los animales. Y era caso insólito el que viniera un padre de familia con sus hijos, mostrando con el dedo al ayunador y explicando extensamente de qué se trataba, y hablara de tiempos pasados, cuando había estado él en una exhibición análoga, pero incomparablemente más lucida que aquélla; y entonces los niños, que, a causa de su insuficiente preparación escolar y general -¿qué sabían ellos lo que era ayunar?-, seguían sin comprender lo que contemplaban, tenían un brillo en sus inquisidores ojos, en que se traslucían futuros tiempos más piadosos. Quizá estarían un poco mejor las cosas -decíase a veces el ayunador- si el lugar de la exhibición no se hallase tan cerca de las cuadras. Entonces les habría sido más fácil a las gentes elegir lo que prefirieran; aparte de que le molestaban mucho y acababan por deprimir sus fuerzas las emanaciones de las cuadras, la nocturna inquietud de los animales, el paso por delante de su jaula de los sangrientos trozos de carne con que alimentaban a los animales de presa, y los rugidos y gritos de éstos durante su comida. Pero no se atrevía a decirlo a la Dirección, pues, si bien lo pensaba, siempre tenía que agradecer a los animales la muchedumbre de visitantes que pasaban ante él, entre los cuales, de cuando en cuando, bien se podía encontrar alguno que viniera especialmente a verle. Quién sabe en qué rincón lo meterían, si al decir algo les recordaba que aún vivía y les hacía ver, en resumidas cuentas, que no venía a ser más que un estorbo en el camino de las cuadras.
Un pequeño estorbo en todo caso, un estorbo que cada vez se hacía más diminuto. Las gentes se iban acostumbrando a la rara manía de pretender llamar la atención como ayunador en los tiempos actuales, y adquirido este hábito, quedó ya pronunciada la sentencia de muerte del ayunador. Podía ayunar cuanto quisiera, y así lo hacía. Pero nada podía ya salvarle; la gente pasaba por su lado sin verle. ¿Y si intentara explicarle a alguien el arte del ayuno? A quien no lo siente, no es posible hacérselo comprender.
Los más hermosos rótulos llegaron a ponerse sucios e ilegibles, fueron arrancados, y a nadie se le ocurrió renovarlos. La tablilla con el número de los días transcurridos desde que había comenzado el ayuno, que en los primeros tiempos era cuidadosamente mudada todos los días, hacía ya mucho tiempo que era la misma, pues al cabo de algunas semanas este pequeño trabajo habíase hecho desagradable para el personal; y de este modo, cierto que el ayunador continuó ayunando, como siempre había anhelado, y que lo hacía sin molestia, tal como en otro tiempo lo había anunciado; pero nadie contaba ya el tiempo que pasaba; nadie, ni siquiera el mismo ayunador, sabía qué número de días de ayuno llevaba alcanzados, y su corazón sé llenaba de melancolía. Y así, cierta vez, durante aquel tiempo, en que un ocioso se detuvo ante su jaula y se rió del viejo número de días consignado en la tablilla, pareciéndole imposible, y habló de engañifa y de estafa, fue ésta la más estúpida mentira que pudieron inventar la indiferencia y la malicia innata, pues no era el ayunador quien engañaba: él trabajaba honradamente, pero era el mundo quien se engañaba en cuanto a sus merecimientos.
***
Volvieron a pasar muchos días, pero llegó uno en que también aquello tuvo su fin. Cierta vez, un inspector se fijó en la jaula y preguntó a los criados por qué dejaban sin aprovechar aquella jaula tan utilizable que sólo contenía un podrido montón de paja. Todos lo ignoraban, hasta que, por fin, uno, al ver la tablilla del número de días, se acordó del ayunador. Removieron con horcas la paja, y en medio de ella hallaron al ayunador.
-¿Ayunas todavía? -preguntole el inspector-. ¿Cuándo vas a cesar de una vez?
-Perdónenme todos -musitó el ayunador, pero sólo lo comprendió el inspector, que tenía el oído pegado a la reja.
-Sin duda -dijo el inspector, poniéndose el índice en la sien para indicar con ello al personal el estado mental del ayunador-, todos te perdonamos.
-Había deseado toda la vida que admiraran mi resistencia al hambre -dijo el ayunador.
-Y la admiramos -repúsole el inspector.
-Pero no deberían admirarla -dijo el ayunador.
-Bueno, pues entonces no la admiraremos -dijo el inspector-; pero ¿por qué no debemos admirarte?
-Porque me es forzoso ayunar, no puedo evitarlo -dijo el ayunador.
-Eso ya se ve -dijo el inspector-; pero ¿ por qué no puedes evitarlo?
-Porque -dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y hablando en la misma oreja del inspector para que no se perdieran sus palabras, con labios alargados como si fuera a dar un beso-, porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos.
Estas fueron sus últimas palabras, pero todavía, en sus ojos quebrados, mostrábase la firme convicción, aunque ya no orgullosa, de que seguiría ayunando.
-¡Limpien aquí! -ordenó el inspector, y enterraron al ayunador junto con la paja. Mas en la jaula pusieron una pantera joven. Era un gran placer, hasta para el más obtuso de sentidos, ver en aquella jaula, tanto tiempo vacía, la hermosa fiera que se revolcaba y daba saltos. Nada le faltaba. La comida que le gustaba traíansela sin largas cavilaciones sus guardianes. Ni siquiera parecía añorar la libertad. Aquel noble cuerpo, provisto de todo lo necesario para desgarrar lo que se le pusiera por delante, parecía llevar consigo la propia libertad; parecía estar escondida en cualquier rincón de su dentadura. Y la alegría de vivir brotaba con tan fuerte ardor de sus fauces, que no les era fácil a los espectadores poder hacerle frente. Pero se sobreponían a su temor, se apretaban contra la jaula y en modo alguno querían apartarse de allí.




Esta parábola del artista del hambre es extraordinaria. Pensemos en el hoy, imaginemos a la masa de ayer y de siempre:
la masa se alimenta del hambre de otro, de la desgracia del otro, del éxito del otro, necesita del circo, los animales, las fieras, lo animal atrapa, escandaliza, conmueve. Pero la inmediatez en la que vive y de la cual se nutre hace que el espectáculo deje muy pronto de sorprender. Es inminente que otra situación ocupe su lugar para volver a encontrar la sorpresa. Por otro lado esta masa come una comida muy particular. Una comida que el artista del hambre se niega a ingerir, por un tiempo su negativa causa admiración, es una voz en grito, de tan silenciosa, que seduce por lo diferente. Que alguien logre sobrevivir sin ese alimento con el que todos nos nutrimos es en sí algo llamativo. Esta masa no logra entender que se logre sobrevivir así, no es capaz de hacerlo por lo cual no puede creer que otro lo haga. Creo que lo que conmueve al pueblo en los primeros tiempos del artista son dos cosas: por un lado ver dónde está la trampa, por el otro ver hasta dónde lo conduce el ayuno (la locura, la extrema delgadez, los gritos cuando intenta luchar para que lo dejen continuar, la posible muerte). Con el tiempo, lo sorprendente se convierte en opaco, en rutina, en algo lastimero de lo que conviene apartar la mirada, en una palabra...cambiar de canal.
El circo es parte de la parábola, tenía que ser un circo además lleno de fieras enjauladas pero que no dejan de nutrirse con el alimento que podemos encontrar en cualquier mesa-sociedad.
El ayuno me resulta un elemento significativo y que va más allá de la negación de comer un alimento para el cuerpo, el hambre del relato es un hambre espiritual, intelectual. La capacidad de despreciar la comida que todos comen es comparativa con la capacidad de dominar esa parte animal que cada hombre posee, la capacidad de ser diferente. Que busque además la perfección en ese arte hace que se convierta en un extraño para la humanidad a la cual pertenece, a medida que su ayuno se prolonga se parece cada vez menos al hombre.
El final nos pone frente a un ser débil, casi inexistente para los que allí se acercan, ignorado, cuyo único tormento es no haber sido creído, ver la incomprensión de los que pasan bajando la mirada por delante de su jaula. El artista está acabado, olvidado pero se mantiene en su ley, es fiel a su ideal, no se ha corrompido…está destinado a morir en medio de un circo, a morir de hambre.
Hay alimentos imposibles de digerir, un ayunador de esta categoría no hubiera podido resistir ese alimento que la mayoría ingiere a dos manos.
No es la muerte lo más terrible, es la soledad, el olvido, la indiferencia y por sobre todo la incredulidad y la ignorancia.

Comentario de "Descalza" sobre el texto, extraído del foro Sala de Lectura